ERMITA DE SAN BAUDELIO DE BERLANGA La Palmera sagrada de los mozárabes
Fernando Arroyo
“Vi en medio
de la tierra un árbol alto sobremanera. Aquel árbol creció y se hizo
corpulento. Su cima tocaba en los cielos, y se veía desde los confines de toda
la tierra. Era de hermosa copa y ramaje, y daba abundantes frutos. De él
saldría mantenimiento para todos. Las bestias del campo se cobijaban a su
sombra, y en sus ramas podían anidar las aves del cielo”.
Como nos
recuerda Agustín Escolano en su guía y complementos de San Baudelio de Berlanga, “así rezaba en el libro de Daniel la
visión del árbol fuerte, a cuya imagen y semejanza se había construido tal vez,
hace casi un milenio, la palmera de piedra que ahora podemos contemplar en la
ermita mozárabe de San Baudelio de Berlanga”.
Mas no nos
adelantemos.
Las calendas
del año mil no sólo dieron pie a un mundo de temores, de horribles presagios y
oscuros cabalismos. También alumbraron signos de esperanza que, como en la leyenda de San Baudelio se relata,
mostraban las señales que podían orientar la búsqueda del paraíso perdido, la
tierra de promisión que sólo los hombres justos y virtuosos, unidos de nuevo,
lograrían ver.
Sin embargo,
deberemos dejar la exótica y fascinante leyenda
de San Baudelio para otra ocasión, y tratar ahora de los no menos
fascinantes relatos históricos y, sobre todo, descriptivos del arte
iconográfico del templo.
La ermita
mozárabe de San Baudelio fue construida a finales del siglo XI, y se encuentra
situada en el suroeste de la provincia de Soria, dentro de la comarca
denominada Tierras de Berlanga.
Estas tierras,
en gran parte yermas y ariscas, una de las “extremaduras” sorianas como las
denomina Luis Grau, sirvió de asentamiento de eremitas y monjes en los
movimientos de repoblación que en los siglos XI y XII consolidaron la línea
fronteriza del Duero. Esta “tierra de nadie” fue sometida durante años a
disputas de propiedad y demarcación, y sirvió luego de solar a la iglesia y al
pequeño monasterio que debió existir en la época en el entorno que rodeaba al
templo de San Baudelio.
Dando un paso
de gigante en el tiempo hasta nuestros días, diremos que esta incomparable
ermita mozárabe de San Baudelio de Berlanga ocupa un capítulo destacado entre
los más flagrantes atentados acaecidos en España contra el patrimonio
histórico-artístico.
Las tropelías
cometidas por franceses durante la Guerra de la Independencia no son cosa tan
infame como la rocambolesca forma en que Soria y España perdió la mayor parte
de las pinturas de San Baudelio, que ahora, poco a poco se van recuperando (las
depositadas en el Museo del Prado de Madrid retornarán a su lugar) y reclamando
(Museo de Arte de Cincinnati, Museo de los Claustros de Nueva York, Museo de
las Bellas Artes de Boston y Museo de Arte de Indianapolis).
Resulta
vergonzoso recordar que una antipatriótica sentencia del Tribunal Supremo el 12
de febrero de 1925 permitiese que este inigualable tesoro en pinturas murales
fuese llevado por el judío italiano León Levi, que se las vendió al millonario
estadounidense Gabriel Dereppe.
Como
apesadumbradamente refiere Almazán, “nuestra “capilla sixtina” del románico
castellano quedó así expoliada y sus pinturas se fueron esparciendo por Estados
Unidos. Cientos de millones costaría hoy esa “capilla sixtina” que vendieron al
nefasto León Levi por 75.000 pesetas los “propietarios” de la ermita,
residentes en Ciruela, Caltojar y Casillas de Berlanga. Y otro judío fue –Rockefeller-
quien logró, en 1958, del gobierno español el retorno de algunas pinturas
profanas de San Baudelio al Museo del
Prado a cambio del ábside románico segoviano de San Martín de Fuetidueña,
también Monumento Nacional. Llovía sobre mojado y se repitió una nueva
insensatez”.
Para hacernos
una idea del maravilloso complejo de pinturas murales de San Baudelio, baste
citar alguno de los personajes y escenas que aparecen representados: escenas de
cacerías; un guerrero; un halconero; un elefante portando un castillo con tres
torres (símbolo muy griálico); un dromedario; un oso; perros rampantes; bóvidos
afrontados; las tres Marías ante el sepulcro; curación del ciego y resurrección
de Lázaro; las bodas de Caná; las tentanciones de Jesús; la entrada en Jerusalén;
la Santa Cena; episodios de la Pasión; pinturas superiores de la ¿Vida de
Cristo? (algunas desaparecidas); águilas con alas explayadas; un ibis (ave
objeto de culto desde la Antigüedad); Abel y Caín ; un luneto semicircular (que
pudo acoger el Cordero místico) del que irradia una cruz griega y sobre el que
se proyectan dos ángeles; la paloma del Espíritu Santo (la Sophia de los
gnósticos); unas figuras de Abel y Caín (o de Melquisedec, según Sureda), en
actitud oferente, etc...
La diversidad
de estilos pictóricos hace pensar en distinta cronología y autor. Se piensa en
un maestro de formación islámica o mozárabe que trabajaría a finales del siglo
XI y al que se le atribuyen los temas orientalizantes, mientras que otros son
más propios del románico más clásico del siglo XII:
Cuando por
primera vez nos topamos con la aislada y solitaria ermita de San Baudelio de
Berlanga, con esa simple y sencilla fábrica y estructura exterior (nave única y
cabecera rectangular), uno no puede imaginarse el tesoro que se va a encontrar
dentro, salvo que lo preludie al contemplar su puerta con doble arco de
herradura. De hecho, la primera
reacción al remontar el pequeño altozano en que se encuentra la ermita es
volverse para contemplar aquel paisaje de llanuras características de los
altiplanos castellanos, con tierras casi desnudas y en la que sólo sobreviven
algunas especies de monte bajo y abundantes plantas aromáticas, además de las
finas hierbas que tapizan los retazos de pradera en la primavera. Desde San
Baudelio se divisan los páramos y colinas que configuran esta tierra de ricos
cromatismos que un día fue frontera entre el Islam y la Cristiandad. El paisaje
estepario alcanza hasta el valle de Bordecorex, con su solitaria atalaya
vigilante semiderruida... Si además tenemos suerte de que el tiempo nos
acompañe y el cielo castellano se nos muestre con esa característica limpidez
de fuerte tonalidad azul, el espectáculo y las sensaciones de llegar hasta allí
ya habrán merecido la pena.
Antes de
allegarnos hasta la ermita, observaremos un pequeño manantial en cuyas aguas
abrevaran en otros tiempos los monjes que poblaron el cenobio.
Sin embargo
las mayores sensaciones nos esperan en el interior del templo. A pesar de la
carencia de la mayor parte de las pinturas, las que quedan ya bastante
deslucidas sirven sobradamente para que podamos imaginar aquellas paredes en
los tiempos en que el esplendor artístico mozárabe las recubría. Al traspasar
el umbral de su puerta con arco de herradura semicircular, uno se encuentra con
un espectáculo único e inimaginable. Es como si de repente nos hubiesemos
trasladado al Próximo Oriente.
A la derecha y
bajo el coro una mezquitilla en forma de columnata con una arquería bellamente
decorada, a la izquierda la capilla del ábside, enmarcada en un arco absidial
califal, nos descubre toda una maravillosa iconografía de San Nicolás y San
Baudelio, así como la representación de la paloma en la clave de la ventana
abocinada. Y en el centro... la Palmera...
Uno no puede
describir bien esa columna-palmera, sobre todo después de un rato de haberla
observado detenidamente. No pude evitar imaginar ante aquella palmera la figura de un majestuoso caballo, como la que aparece en una antiquísima moneda púnica de plata acuñada en Hispania y depositada en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid; la palmera y el caballo: el Árbol de la Vida y el antiguo símbolo del movimiento cíclico de la vida manifestada... Los caballos que Neptuno hace surgir de las ondas marinas labrándolas con su tridente, simbolizan las energías cósmicas que surgen en el Akasha, fuerzas ciegas del caos primigenio...
Al contemplar la palmera y sentir aquellas fuerzas primigenias, lo
primero que se percibe desde el "tiempo sagrado" en que nos hemos situado es que estamos ante un sagrado símbolo del cruce de
culturas que allí se cobijaron. No en vano, la palmera aparece como hemos dicho en las monedas de Cartago, y también en la iconografía mozárabe y románica alusiva a temas bíblicos.
Jiménez
Lozano, en su Guía espiritual de Castilla,
se interrogó al verla: “Y qué hace aquí una palmera, a orillas del Escalote, en
este clima riguroso”. Sólo la teología la puede salvar: “El justo florecerá
como la palmera” –está escrito-. La Biblia y el Corán, los libros sagrados de
las dos religiones que por allí cohabitaron, en guerra y en paz, en aquellas
calendas del año mil, la exlatan como “árbol sagrado”, a cuya fresca sombra se
puede descansar del “arduo caminar de la vida”, y bajo cuya protección cabe
reponerse de las amarguras de la historia humana.
Este es el
Axis Mundi, el Árbol de la Vida, que une los tres mundos: subsuelo, Tierra y
Cielo. Es el árbol paradisíaco que alberga un “oasis” interior, una “escala” en
el incierto caminar hacia la Altura, el pilar a través del cual se accede al
mundo divino, la mismísima tierra celeste para los persas...
Refiere
Escolano:
“No estaban
seguros quienes se extasiaban ante su poderosa presencia de si habrían pasado
ya los siete tiempos de que hablaba el texto bíblico como plazo otorgado a la
terrenal existencia de tan noble planta, pero sin duda la firmeza que aún
exhibía –valor esencial a toda arquitectura hecha para durar- no sólo se había
sobrepuesto con éxito a los temidos, aunque ingenuos, augurios del último fin
de milenio, ahora ya transitado, sino que anunciaba seguir siendo, durante
largo tiempo, y sin temor a nuevos Apocalipsis, soporte de los viejos muros que
la enmarcan y cobijo para los curiosos visitantes que, día tras día, año tras
año, sienten bajo su bóveda la emoción y el asombro”.
Cuando la
visión extasiada recorre toda la columna con los restos de su pinta policromía
o pequeños círculos, que dentro del simbolismo árabe representan a lo Absoluto,
a la figura más perfecta y base del Trono de Dios, para terminar en aquella
majestuosa copa de palmera cuyas hojas se abren esplendorosas, prolongándose en
nervaduras con forma de arco de herradura para soportar la bóveda esquifada del
templo, pareciera como si fuese nuestro espíritu en lugar de nuestra vista el
que va ascendiendo por aquella grácil y majestuosa belleza pétrea...
Lástima que
por cuestiones de seguridad no se pueda subir por las escalinatas para ver la
tribuna y capilla del coro en lo alto del templo, literalmente adosado a la
espalda de la columna-palmera. En el oratorio o tabernáculo del coro quedan
pinturas que representan la Adoración de los Magos. Uno de los tres reyes
aparece en la bóveda junto a un ángel. El intradós en herradura muestra
medallones de águilas, y la bóveda de cañón culmina con el Dextera Domini flanqueado por el arcángel San Miguel y otro ángel
que da muerte al dragón.
Joan Sureda
escribió sobre la columna-palmera de San Baudelio de Berlanga que “podía
representar el nexo entre lo celeste y lo terrenal, y ser algo así como el
cordón umbilical que unía lo divino y lo profano. Un talle tan “esbelto como la
palmera” –así se lee en el Cantar de los
Cantares- sugería este tipo de acercamientos”.
La hermética
simbología de la columna-palmera se nos hace más patente cuando descubrimos ese
pequeño habitáculo o cupulín que hay encima de ella, semicoculto entre las
ramificaciones de sus hojas.
E. Martínez
Trejo opina que toda la ermita está construida para servir como envolvente de
ese pequeño habitáculo: ostensorio, linterna, relicario, ¿lugar
iniciático-místico?...
Para Ángel
Almazán “la cupulilla en sí y sus nervaduras nos conducen simbólicamente al
Paraíso y a la Bóveda Celeste, atenor de lo que dice Juan Zozaya Stabel-Hansen,
exdirector del Museo Numantino:
-
La bóveda celeste, por ser de forma semiesférica agallonada, en cuya
cúspide está el Trono de Dios,
-
El Paraíso, por ir asociadas las nervaduras simples con los ejes
longitudinales y transversales del salón, coincidiendo éstos con los arranques
de dichas nervaduras.
Los arcos
simples representarían los ríos del Paraíso y las diagonales los árboles del
Paraíso. Tanto en la cultura islámica como en la cristiana la palmera fue el
árbol mítico y paradisíaco. Sólo ella podía cobijar el oasis interior de San
Baudelio.
En este oasis
policromático, antes o después, terminamos fijándonos en una serie de cruces
Paté rojas inscritas en lugares estratégicos de los muros.
Nadie sabe
explicar la presencia de estas cruces, y sin duda ellas fueron las que
inspiraron a Ángel Almazán su ensayo novelado e iniciático Los códices templarios de Río Lobos. Los custodios del Grial. Todo lo
señalado sobre San Baudelio de Berlanga nos conduce, a decir del autor, “al más
sagrado de los símbolos arquetípicos de la búsqueda interior: el Grial-
Graal-Gral. ¿Estuvo el Grial o una de sus copias guardado en el cupulín de San
Baudelio? ¿Se guardó allí la griálica Mesa de Salomón que había estado en
Medinaceli según la tradición al ser llevada desde Toledo en el 711, adonde
llegó con los visigodos provenientes de Toulouse-Carcasona después de que fuera
llevada allí por Alarico al conquistar Roma, ciudad a la que Tito enviara la
Mesa tras saquear el Templo de Salomón en Jerusalén y dispersase al pueblo
judío?. Sea como fuere lo cierto es que el simbolismo del Árbol de la Vida nos
conduce a la bebida de la inmortalidad arquetípica y universal: soma hindú,
amrita budista, haoma iraní, ambrosía griego, hidromiel nórdico, bebida del
Grial, sangre de Cristo...”
Y ya que
hablamos de receptáculos griálicos, observaremos en un rincón del templo, entre
la maraña de columnas del coro, la entrada a un oscuro y profundo túnel. Es el
útero de la Madre Tierra que habitaran los eremitas de San Baudelio.
No se suele
permitir a los visitantes internarse por esa gruta de ermitaño, pero quienes
hemos tenido la fortuna de poder adentrarnos hasta lo más profundo de esa húmeda
y angosta galería subterránea, quienes al llegar al final del túnel hemos
apagado la linterna para quedar sumidos en la más absoluta oscuridad, no sólo
hemos oído en el silencio, sino que también hemos sentido en el vacío.
La salida de
nuevo al exterior desde la penumbra reinante en el interior del templo de San
Baudelio es la vuelta a la realidad, es el fin de una ensoñación. Para los
espíritus más sensibles es el doloroso retorno a lo terrenal tras un sublime
viaje de proyección desde el Axis Mundi del Templo.
Tanto en el
cupulín superior de la columna-palmera, como en el útero de Gaia de la gruta
del emitaño, comprenderemos el sagrado Principio de Correspondencia de Hermes: Como Arriba es Abajo, como Abajo es Arriba.
Para completar
el ciclo, en el exterior aún nos quedaría por ver la necrópolis rupestre
situada junto ábside, la cual ofrece más de una veintena de tumbas
antropomorfas (algunas en forma de bañera y biformes), toscamente talladas y en
algún caso asociadas a modo de panteón. Las tumbas de esta necrópolis medieval,
datada por los arqueólogos entre los siglos XI y XII, están orientadas de Este a
Oeste, cubirtas con lajas, y en ellas los muertos eran colocados en posición
decúbito supino (tumbado sobre la espalda). Se cree que los primeros enterramientos
se asociarían a los años de erección de la iglesia, y el ciclo completo
cubriría los tiempos de mayor auge de San Baudelio y del cenobio que habría en
su entorno.
Iniciamos la
visita en el Templo del Árbol de la Vida, para concluirla en la ciudad de los
muertos.
Bibliografía:
ALMAZÁN, ÁNGEL, Por tierras de Soria, La Rioja y
Guadalajara, rutas de Almanzor, Mío Cid, Jalón, Duguesclin, Alvargonzález y Río
Lobos, ed. Sotabur, Soria, 1997.
ATIENZA, JUAN G., La meta
secreta de los Templarios, ed. Martínez Roca, Barcelona, 1979.
CIRLOT, JUAN EDUARDO, Diccionario de Símbolos, ed. Labor, Barcelona, 1991.
ESCOLANO, AGUSTÍN, San Baudelio de Berlanga, Necodisne ed.,
Salamanca, 2000.
HERAS Y ARQUETIPO, ELENA, Ermita de San Baudelio, folleto de la
Junta de Castilla y León.
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